martes, 28 de abril de 2015

Descontento e indignación como banderas transversales

El panfleto ¡Indignáos! de Stéphane Hessel  escrito a finales del año 2010 sirvió de detonante de una oleada de movilizaciones que cuajaron a mediados del año 2011 en buena parte de Europa y también de Norteamérica como consecuencia de los efectos de la crisis de 2008. En España encontró un buen caldo de cultivo en el movimiento 15-M, y DRY con sus acampadas masivas a lo largo y ancho de toda su geografía en lo que empezó a conocerse como la Spanish revolution que encontraría su secuela en el movimiento Occupy Wall Street de los Estados Unidos de Norteamérica. El ¡Indignáos! no fue exactamente a la indignación provocada por la crisis de 2008 lo que el Manifiesto Comunista de Marx y Engels a las oleadas revolucionarias de 1848, por mucho que la analogía nos resulte tentadora.

Los participantes de este movimiento, llamados los indignados, carecían de otra bandera política o ideológica que no fuera el malestar consecuencia del desmantelamiento de las conquistas sociales de posguerra, de la soberanía, de la democracia y del Estado del Bienestar como consecuencia del nuevo neoliberalismo imperante que desplazaba sus centros de decisión, de los Estados a corporaciones supranacionales como el FMI el Banco Central Euripeo, la Comisión Europea.


El movimiento de los indignados, una de cuyas señas de identidad fue el rechazo a las banderas ideológicas, no es o fue un movimiento apolítico exactamente sino mas bien antipolítico. Los políticos profesionales que quisieron acercarse a sus acciones antidesahucios o de otro tipo no fueron demasiado bien recibidos que digamos y Cayo Lara y López Aguilar no salieron muy bien parados, pagando en mas de una ocasión justos por pecadores las consecuencias de este antipoliticismo.


El caso es que la indignación no es una ideología tomada en sí misma sino un estado de ánimo nacido de la ofensa, la afrenta, el agravio, la humillación, el desencanto, el desplante y la necesidad o el instinto insatisfechos. Lo cual no significa que no pueda albergar ideologías y contenidos políticos e ideológicos enormemente diversos. De hecho, funciona políticamente como un recipiente vacío susceptible de ser cargado con la munición ideológica correspondiente. Muchas son las pulsiones instintivas surgidas de nuestra naturaleza animal modeladas ideológicamente por la cultura. Para dar cobertura al miedo y al odio a lo desconocido, así como al sentido de desamparo desembarcan ideologías de naturaleza religiosa, racismos y xenofobias de todo tipo.


El potencial de los distintos estados de ánimo sociales nacidos al abrigo de una coyuntura específica no siempre es suceptible de ser administrado políticamente. Sentimientos como el desencanto, que conducen a la apatía, escapan por completo del mapa sociopolítico dado que siempre acaban traduciéndose en apatía, apoliticismo y ostracismo libremente aceptados. Pero junto al descontento pasivo nace también un descontento activo políticamente relevante, el que transita del apoliticismo al antipoliticismo, que no son exactamente lo mismo. Mientras que el primero, como enmienda a la totalidad a la acción política, sale del escenario, el segundo, como impugnación de los marcos vigentes y la formas oficiales de intervención en política, se introduce críticamente en el sistema que rechaza.


Sobra decir que la indignación que interesa a efectos de este artículo es la que se exterioriza y moviliza, la que da el paso del ¡Indignáos! al ¡Comprometéos! de Stéphane Hessel. Pero la indignación políticamente administrada no es un fenómeno nuevo ni privativo del siglo XXI. En su momento ya lo advirtió Gramsci: "el viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer y en ese claroscuro surgen los monstruos" refiriéndose al nacimiento del fascismo. La indignación, como estado de ánimo que escapa a los controles del sistema establecido, carece en principio de color político y será la agitación política la que se encomendará la tarea de articular ese estado de descontento e indignación en forma de demandas sociales.


Los monstruos de la indignación suelen caminar en paralelo. La política es un inmenso tablero en el que todos los bandos juegan con las mismas cartas. Cuando en la Europa de los años 20 y 30 del siglo XX las izquierdas hablaban de revolución social, los fascismos, como movimientos de masas, miméticamente apelaron también a la revolución, cuando los comunistas izaban la bandera del anticapitalismo, los fascistas levantaron la misma bandera. De hecho, el ala izquierda del NSDAP, las SA  (Sturmabteilung o Sección de Asalto de Ernst Röhm) fue aniquilada durante la Noche de los Cuchillos Largos, una vez que su acción callejera dejó de ser relevante para la ascensión del fascismo. Los nuevos monstruos de nuestros tiempos tienen un nombre y se llaman Frente Nacional francés y Amanecer Dorado griego entre otros.

En tiempos de crisis los cambios en la configuración política caminan a una velocidad de vértigo y los antisistema, vistos como marginados sociales e inadaptados en tiempos de prosperidad y bienestar, pasan a ocupar un lugar nada despreciable en el abanico de las posibles opciones de futuro del mismo sistema sino la centralidad misma del tablero. Nace un nuevo escenario de imaginarios colectivos que, por supuesto, la reacción no desperdicia, introduciéndose de lleno en ellos e integrándolos como propios, construyendo el regeneracionismo antisistema como mecanismo restaurador y regenerador de ese mismo sistema. La irrupción de Ciudadanos C´S en este sentido es paradigmática.

jueves, 16 de abril de 2015

Los "seres humanos normales" de Rajoy

Rajoy ha arengado a los suyos para recuperar los votos que lograron hace cuatro años porque, ha dicho, "detrás de populistas y demagogos, hay gente honrada, que quiere a su país". "Seres humanos normales", ha asegurado, en los que el PP confía para ganar las elecciones autonómicas y municipales. La mayoría silenciosa a la que se ha aludido tantas veces a lo largo de la legislatura. (El Mundo, 11/04/2015)  

Obviamente, en este contexto, la categorización de lo normal y lo anormal es puramente coloquial. Todo el mundo entiende como elogiosa la calificación de normal y como ofensiva la de anormal, con independencia de que a niveles estadísticos se considere normalidad como el resultado obtenido una vez aplicadas las medidas de centralización pertinentes, se trate de la media aritmética, la mediana o la moda. Aplicados los patrones de medida oportunos, nos encontraríamos con la normalidad sociológica y la normalidad histórica, unas normalidades que, por cierto, son severamente cuestionadas y criticadas durante los periodos de transición y revolución social, momentos de parto histórico y nacimiento de nuevas categorías normalizadoras.

Quien en tono despectivo acusa a su congénere de ser un anormal no advierte que la normalidad siempre se ha regido por la anormalidad. Mejor dicho, sin anormalidad no hay evolución. Las mutaciones en los alelos, producidas por un agente discordante, una radiación, por ejemplo, generan siempre seres anormales, que no se ajustan a la norma general ni a la regla. La evolución genera monstruos. Una mutación somática es siempre una monstruosidad y su resultado siempre es un ser deforme. 

Pero ciertas deformidades resultan ventajosas frente a otras. Si el albinismo en la selva tropical y en el medio mediterráneo es una condena a muerte segura (el gorila albino del zoo de Barcelona Copito de Nieve era un condenado a muerte, pena conmutada por vivir a perpetuidad en la cárcel del zoo), en las áreas polares es una bendición (Osos polares, zorros árticos, etc). La evolución es así, un cúmulo de anormalidades o, si se quiere expresar así, de monstruosidades genéticas una sobre la otra. Sin seres anormales no hay evolución, sin modificaciones anormales en la estructura social tampoco hay historia. 

El positivista jurídico posiblemente no vea muy claro que las normas están hechas para cambiarlas. El jurista llama irregularidad a la infracción cometida en claro desafío a una norma homogénea y preestablecida. Pero las ideologías siempre han sido conservadoras, inconscientes de que ellas mismas se cimentaron en su momento sobre la anormalidad, rinden un culto excesivo a lo uniforme, a lo regular y a lo homogéneo, precisamente cuando el nacimiento del orden viviente supuso una clara anomalía en relación a la estabilidad molecular prebiótica. 

Y para la normalidad biológica la cultura fué otra anomalía en el orden bioadaptativo. Los homínidos hábilis, ergaster,  rudolfensis y erectus, en calidad de simios mutantes y anormales, comenzaron a experimentar cambios estructurales anormales. Sin que los genes les dieran las oportunas instrucciones, empezaron a tallar piedras, a afilar palos y a encender hogueras. Se salieron de la norma o, si se quiere expresar así, edificaron una norma nueva.   

Otra vertiente de los conceptos de anormal o subnormal sería la referente a las capacidades psíquicas y físicas, la cual diametralmente con la deontología médica, psiquiátrica y psicológica vigente en estos tiempos, lo que otros llamarían lo políticamente correcto. Al margen de que el uso de categorías peyorativas de este tipo ya ha sido estudiado y deconstruído de forma pormenorizada por dos grandes epistemólogos franceses, Georges Canguilhem, en Lo Normal y los Patológico y Michel Foucault en ensayos referidos a Los Anormales, Este último expresaría muy bien el sentido del dilema: “Cuando un juicio no puede enunciarse en términos de bien y de mal se lo expresa en términos de normal y de anormal. Y cuando se trata de justificar esta última distinción, se hacen consideraciones sobre lo que es bueno o nocivo para el individuo. Son expresiones de un dualismo constitutivo de la conciencia occidental.” 


Al margen de los chascarrillos de todo tipo que ha suscitado la citada petición, nos ceñiremos al sentido político que le ha dado al término, del que naturalmente quedan excluidos los indeseables, "detrás de populistas y demagogos, hay gente honrada, que quiere a su país"  e incluyendo expresamente a una mayoría social de clases pasivas, no en sentido económico sino político, que coincide con la de los apáticos, con la mayoría silenciosa que no se manifiesta y no da problemas al gobierno, es decir, a esa gente honrada que curiosamente vota a los corruptos.

De todos modos hay que reconocer que Rajoy se guía por su instinto de político conservador y lo que está reclamando es un retorno a la normalidad y la estabilidad, de ahí la continua afirmación, encubridora de un deseo, de estar saliendo de la crisis. Los períodos de crisis, tormenta y torbellino históricos alimentan los radicalismos (los populistas y demagogos, en su lenguaje) y es en esos momentos en los que se decide la marcha en un sentido o en otro. 

En cambio, en las épocas de normalidad y estabilidad económica, social y política, prevalece la moderación y el conservadurismo. Quien nada tiene que arriesgar en una apuesta radical nada tiene que perder (solo sus cadenas, añadiría el Manifiesto comunista) en cambio, quienes tienen asegurados unos mínimos vitales, una procura existencial que los hace plenamente dependientes, no suelen apostar mas que por la conservación de lo establecido. Esos son los humanos normales a los que Rajoy pide el voto. Lo malo es que gracias a sus políticas de ajuste, esos seres humanos normales (las clases medias) se están convirtiendo en una especie en vías de extinción. Y es que la historia se nutre de paradojas como la actual, de que un sistema ha acabado aniquilando el soporte social de sí mismo.